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miércoles, 6 de agosto de 2014

El Café Trinidad



Todavía me parece oír su voz, cálida y entrañable, cada vez que vuelven a mi memoria imágenes tiernas de aquellos años. Son leves fragmentos de pasado que toman forma en un retrato de Elena descubierto entre viejos apuntes de la universidad; o en la dedicatoria manuscrita que me rubricó en su reverso, y que ya casi tenía yo olvidada. Vienen a verme estos recuerdos, agazapados en instantáneas de tiempo detenido. Como esos momentos irrepetibles que compartíamos en las tertulias del Café Trinidad y que de
modo tan certero solía captar Ricardo con su réflex. “Mirad aquí”, decía. “Al otro lado de la cámara estáis vosotros dentro de treinta años”. Ricardo espolvoreaba de magia los instantes más anónimos, más aparentemente cotidianos, y nos hacía observarlos a través de un delicado matiz sepia; tan efectivo era, que acabábamos percibiendo esos momentos como trascendentes, insustituibles y envueltos en auras de posteridad. Elena aparece en estas fotos siempre sonriendo, y yo escapando a la cámara o haciendo algún gesto de reprobación a Ricardo. Yo odiaba ver mi imagen de adolescente en prórroga, de hombre inacabado, fielmente reflejada en el papel; especialmente cuando aparecía junto a ella, tan adorable y de tan perfectas hechuras. Ricardo bromeaba con esos detalles cuando nos entregaba una copia, pero reservaba solo para mí algunas otras en las que me sorprendía mirándola con ojos delatores. Él no las comentaba, ni me hacía el menor reproche. Intuía que lo que yo sentía por ella iba bastante más allá de la pura anécdota, y así era. Yo la amaba con toda la pasión irrefrenable que nos mueve cuando somos jóvenes, y con el mismo resignado silencio con el que callaba mi convicción de que ella amaba a Ricardo.

Me llamó él hace unos días para acordar la cita de esta tarde: En el Café Trinidad. A las seis, como siempre, dijo. Como si el tiempo fuera nada y continuásemos siendo los jóvenes de entonces. Ella tampoco faltará a la cita y estará deslumbrante, sonriéndome desde nuestra mesa cuando yo entre. Habrá llegado antes Ricardo dispuesto a plasmar en imágenes, para futuras evocaciones, mi entrada al reencuentro. Y yo querré, como siempre, eludir la cámara para que no descubran las dudas de mi rostro, cuando consiga por fin dejar de recordar, y cruce esta puerta que ya casi no reconozco.

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El Café Trinidad ocupa el chaflán donde confluyen las calles de la División Azul y de Primo de Rivera. En otro tiempo, el salón se hacía llamar La Paloma, pero los clientes acabaron por rebautizarlo en Trinidad: los dueños habían hecho estampar en los cristales laterales sendas palomas gemelas con las alas extendidas que  recordaban sin quererlo al tercer elemento del misterio cristiano. Es por ahí por donde recibe el local la luz que lo hace tan vital y la supuesta inspiración divina que ofrecen en tono irreverente sus propietarios a quien necesite de ella. Las mesas, de tablero de mármol y patas de forja al estilo de los bistró de París, congregan a una clientela abundante, bulliciosa y de variado corte: artistas revolucionarios, literatos de tertulia, militantes políticos clandestinos, y universitarios repetidores que se intercambian apuntes y libros de referencia.

Ricardo está sentado ahora frente a él en una de las mesas del fondo. Un camarero de poblado bigote y delantal blanco acaba de servirles un par de cafés y se vuelve a la barra. Ellos retoman entonces la conversación que interrumpieron cuando les trajo el pedido.

—Pero entonces, ¿no te ha dicho nada más?
—Solo eso. Que la perdonaras.
—Pero, Ricardo, tú lo sabes. Hoy… hoy era un día especial para los tres. Teníamos que celebrar el fin de los estudios. Ya somos licenciados. Íbamos…íbamos a hacer planes.
—Lo sé…

Ricardo ha decidido mostrarse inescrutable y zanjar el asunto por más que el otro se esfuerce en buscar una explicación. La verdad no siempre es el mejor regalo a los amigos. Y por eso no le contará que, poco antes, Elena se echó en sus brazos y que él tuvo que rechazarla. Que lloró al ver a su amiga también hacerlo y que ella juró desaparecer de su vida aunque él le suplicó que no lo hiciera. No va a contarle, porque no puede ni sabe, que no es a la mujer, sino a él, a quien mira más allá de su amistad y su cordura. Y que por eso deberá irse también en cualquier tren de la mañana.

Treinta años después, nieva en la misma puerta del Trinidad. En su interior, Elena evoca en silencio otros tiempos con Ricardo, mientras él manipula ilusionado una antigua réflex.

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