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viernes, 8 de agosto de 2014

Graciela y los gallos


Cuando dentro de unos días dejen pasar a la prensa más oficialista, los reporteros describirán cada rincón muerto de la gallera. Citarán las jaulas vacías, los cristales rotos de las ventanas, las sillas caídas por el suelo, la lluvia calando el techado y formando charcos en el ruedo de arena. Tomarán fotos de las paredes acribilladas del chamizo y compondrán para el pueblo historias épicas sobre los héroes muertos.

Pero ahora, antes de que todo eso ocurra, el comandante es todavía un hombre feliz en el griterío de las apuestas. Siente un placer extraño y reparador en la atmósfera enrarecida por los habanos de los hacendados, el fluir frenético de los billetes convertidos en anotaciones de tiza en la pizarra, el olor a cerveza y a aguardiente derramado… Es un caos orquestado, impredecible y sin embargo preciso, de órdenes, ruido y humo. Él lo vive con la misma excitación que le mueve en las escaramuzas en busca de contras.

Esa tarde ha dejado su puesto de mando en el cuartel donde se castiga la insurgencia o donde simplemente se deshace de ella. Sabe que nació para ese trabajo, pero a veces le saturan las miradas angustiadas de los detenidos y los interrogatorios interminables. Se ha traído su guardia, apostada ahora por todo el recinto, y espera ansioso que comience la pelea de gallos.

La mayoría de los apostantes son peones de finca o jornaleros del maíz y de la yuca. Vienen a jugarse media paga a todo o nada en cada pelea, buscando un golpe de suerte que los saque de la miseria al menos este mes. Fiarán sus pesos y su futuro a una corazonada, al color de un plumaje aguerrido, un pico afilado o una espuela bien armada, viviendo la pelea como si fueran ellos mismos los que lucharan en el reñidero. Las apuestas se cierran y se muestran en alto los gallos. A uno le cubre un plumaje oscuro salpicado de manchas coloradas; el otro es negro como boca de lobo. La gente grita y aplaude, se impacienta, jalea a los animales y los increpa como si fueran púgiles. Los acercan y los enfrentan, aún agarrados, para que suelten el pico.

El comandante ocupa una silla en la primera fila del garito. Luce su guerrera de combate, la boina negra ladeada y la pistola al cinto. Y se pavonea mostrando a la mujer que lo acompaña siempre.

—¿Viste, Graciela?—le dice—  ¡Qué enorme espectáculo!  Son gallos orgullosos y con redaños. Pelean hasta vencer a su enemigo o caer exhaustos y malheridos. Al perdedor tendrá que sacarlo el cuidador para que no lo rematen y le arruinen la inversión, pero el gallo le picará para que lo deje ahí. Es su manera de vivir y de morir, como soldados. ¿Y sabes, mi dama? Al gallo que rehuye la pelea, su propio dueño le tuerce el pescuezo. Podría servir para cría pero quién quiere una prole de cobardes, ¿no es cierto? —y zarandea a Graciela como buscando su complicidad. No la obtiene, así que le dedica una carcajada burlona y un último reproche.— ¡Y cómo vas a entender tú de bravura…!

Graciela mira al comandante y luego al reloj que hay detrás de él. Se evade de sus desprecios y recuerda la primera vez que le vio, hace seis años. Fue en plena guerra, antes de que llegaran al poder los revolucionarios. Entró con su gente en el pueblo de ella buscando colaboradores de los contras. Formaron a todos los hombres y él apuntó a la frente de uno de ellos con su pistola.

—Vaya, compadre, tenés cara de ser amigo de la guerrilla— le dijo. Y luego disparó.

Gritó a los hombres que eso les ocurría a los que suministraban víveres a los insurgentes. Después reclutó a los jóvenes y ordenó seleccionar algunas mujeres para la tropa. Cuando descubrió a Graciela entre ellas, la miró fijamente y la quiso para sí.

—Usted véngase conmigo, mi dama.—Ella solo bajó la cabeza y le siguió mansamente.

Después de estos años se ha llegado a acostumbrar a él. Y ya casi no le teme.

El comandante no tiene recuerdos. Sabe que lo que se tiene hoy puede perderse al instante siguiente, como una apuesta en la pelea de gallos. Por eso no tiene nostalgias, ni ataduras de ningún tipo. Es un hombre libre y sobrevive.

Afuera hace frío y se presiente ya la estación de las lluvias. Pero allá dentro la calidez empieza a hacerse vaporosa. Graciela comenta al comandante que debe ir al baño y él la autoriza con un ademán inquieto, no quiere perderse la pelea. Ella sale y hace un gesto acordado hacia la noche oscura. Los contras hacen incursiones sólo si tienen objetivos claros y contactos en la zona. Ahora ya han rodeado la gallera y empiezan a moverse en silencio. El jefe de la guerrilla se adelanta. Prometió a Graciela que el comandante recibiría el primer disparo.

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